Okami y el videojuego como lugar al que volver
1 junio, 2020Un mal día lo tiene cualquiera. Malas épocas también, claro. De hecho, las malas rachas suelen ir dilatándose en duración al mismo tiempo que vamos marcando días en el calendario. Los problemas que siendo niños se resolvían “solos”, empiezan a complicarse y en la etapa adulta nos enfrentamos a diario a dilemas, encrucijadas, decisiones que en muchas ocasiones afectan no sólo a uno mismo si no a sus seres más cercanos. Ser adulto es complicado y los videojuegos afortunadamente suelen ser un pequeño refugio que nos ayuda a pasar esas épocas. Te evades, te despejas, dejas de pensar en aquello que te atenaza, y al menos durante ese rato has dejado de ser esa bola de indecisión y ansiedad para ser Kratos, Mario, Samus, Aloy… en definitiva, para ser otra persona.
Pero hay veces, claro, que los miedos, los problemas, las discusiones, las incertidumbres, crecen, se reproducen, y te absorben la energía como si de una larva de metroid se tratara. Hay días, semanas, épocas en general en las que ni siquiera tu afición predilecta te saca del pozo. Y en nuestro caso, ocurre eso que a veces da hasta vergüenza decirlo. No nos apetece jugar.
No hay nada de malo en admitir que oye, estamos en un momento en el que no nos apetece darle caña a ese último cañonazo que nos hemos comprado para nuestra PlayStation, ni tampoco a ese pequeño indie al que jugamos en nuestra Switch cuando vamos en el metro a la oficina. Probablemente, si nos forzamos a jugar, no disfrutemos del título, y quizás nos llevemos una impresión infundada del mismo. No es malo que no te apetezca jugar.
En ocasiones, estos malos períodos acaban en depresiones y cuadros de ansiedad que deberían ser diagnosticados y tratados por profesionales de la salud mental. Pero afortunadamente no puedo ponerme a mí como ejemplo de esto último. En mi caso, la vida pasa. Los problemas se complican pero las posibilidades también se estrechan, y con cada cana que cae, una oportunidad de desvanece pero muchas otras surgen. Y las malas épocas, normalmente, también pasan. Pasan o aprendemos a vivir con ellas y a sacar lo mejor de ellas y de nosotros mismos.
Y llega ese mágico día, ese momento en el que te sorprendes a tí mismo pensado que esta tarde o esta noche vas a encender la tele y la Play, o la Switch, o el PC, y vas a echarte una partida a ese juego que tanto te gusta. Quizás no vas a darle caña al juego que dejaste a medias. A lo mejor sólo te apetece ese juego que ya conoces como la palma de tu mano. Quieres darte el enésimo paseo por la pradera de Hyrule. Te apetece repartir tiros en la cabeza con el Jefe Maestro. O quizás el cuerpo te pide lanzar telarañas y darte un paseo por los rascacielos de New York.
Todos tenemos ese juego en el que estamos a gusto, ese juego que parece abrazarnos cada vez que el título que aparece en pantalla. Yo también tengo uno claro. Mi casa, videojueguilmente hablando, es Okami.
Despeja tu mente y hasta el hielo te parecerá cálido
Yoichi
No es la primera vez que me leereis hablar de mis obsesiones, y Okami es una (otra) de ellas. Tengo, de hecho, todas las versiones que ha habido para cada consola que tengo. El original de PS2, la excelente versión de Wii, y las versiones HD de PS3, PS4 y Switch. Y OkamiDen para 3DS, pero no me gusta pensar en él. No mucho. Y lo he completado en todas ellas salvo en PS4 y en Switch. Pero estamos en ello.
Okami, para quien no lo sepa a estas alturas, es un juego de acción y aventura con claras influencias de The Legend of Zelda pero que destila personalidad propia gracias a una capa de combate ligero pero con enormes posibilidades cortesía de Hideki Kamiya, y sobre todo a un apartado artístico absolutamente atemporal basado en el ancestral arte pictórico ukiyo-e. En él tomamos el control de la diosa loba Amaterasu, que acompañada de Issun, acomete la titánica tarea de eliminar el mal y la corrupción que están asolando Nippon debido a la resurrección del demonio Orochi. Suena tópico, porque lo es, pero el viaje que propone este juego tiene ese toque de catarsis y de sobreponerse a las adversidades con el que todos de una forma u otra podemos empatizar.
Nippon, ya lo hemos mencionado, está cubierto de corrupción y negrura, pero basta con un sencillo golpe del pincel celestial de Amaterasu para que la oscuridad desaparezca, las fuentes nos bañen en sus aguas cristalina, la hierba crezca y los cerezos florezcan en un estallido de colores pastel. La propia Amaterasu va dejando un reguero de flores a su paso, y cada nueva parada de su viaje es única y exclusivamente para dejar felicidad allá donde pone sus patas. Cada gris ciudad en la que entra se torna luminosa y alegre a su partida. Amaterasu está haciendo del Nippon y del mundo un lugar mejor y más bello.
Amaterasu, origen de las cosas buenas, y madre de todos. Así se refieren a ella los personajes que conocen el origen divino de nuestra protagonista. Porque ellos, al igual que yo, saben que la mera visión de Amaterasu es un buen, qué digo, el mejor de los augurios. Con Amaterasu en pantalla machacando demonios y dando color al escenario, me siento mejor. Me siento de nuevo en casa. Cada aullido de nuestra lupina protagonista al vencer a sus enemigos me recuerda que todo va a salir bien. Que al final del túnel casi siempre hay luz. Por eso cuando estoy triste, o cuando quiero jugar y desahogarme después de un periodo más o menos largo sin jugar, siempre miro al mismo sitio. Siempre vuelvo a Nippon. A empuñar el pincel celestial para, durante unas horas, ser la fuerza benevolente que va dejando felicidad allá donde pisa. A casa. Siempre vuelvo a Okami.
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