El Color Púrpura, crítica
12 febrero, 2024Púrpura con lentejuelas
Primero fue la novela, escrita por Alice Walker en 1982 y ganadora del premio Pulitzer al año siguiente. A continuación la película, dirigida por Steven Spielberg en 1985, y nominada a once Óscars, aunque finalmente no ganó ninguno de ellos. Después llegó el musical, estrenado en Broadway en 2005, nominado para once Tony Awards, que tampoco ganó, y recuperado de nuevo en 2015, consiguiendo dos premios Tony en el 2016. Finalmente, en diciembre del 2023 se estrenó la película de la que hoy hablamos, heredera clara tanto del musical como de la película, cuya continuidad queda patente por la presencia como productores de Steven Spielberg (director y productor de la primera versión), Oprah Winfrey (coprotagonista en aquella), Quincy Jones (compositor de la banda sonora de la película y el musical), y Scott Sanders (productor del musical). En esta ocasión Danielle Brooks ha sido nominada al Oscar como mejor actriz de reparto, aunque todavía falta un mes para saber si la nominación se transformará en una estatuilla.
La cinta se centra en la vida de Celie, una niña pobre afroamericana en la Georgia rural de principios del siglo pasado. A lo largo de treinta años la vemos padecer innumerables penalidades que ofrecen un retrato brutal de las consecuencias del machismo y el racismo presentes en la época, cebándose en el personaje principal como si fuera el mismísimo santo Job sometido a la caprichosa voluntad de un dios particularmente despiadado. En torno a ella descubriremos los personajes que, para bien o para mal, definen su sufrimiento: su incestuoso padre, su cruel marido forzoso, su encantadora hermana Nettie, su indomable cuñada Sofia, y la cantante Shug Avery, antigua amante de su marido y personaje crucial en el desenlace de la historia.
En su vocación de musical, sobresale especialmente una puesta en escena espectacular, con unas potentes coreografías de rythm & blues y gospel llenas de color y expresividad, que añaden a la producción una dimensión visual impactante. Cabe destacar también su fotografía, que ofrece una visión hiperrealista de la época; el vestuario, que alterna entre la sobriedad necesaria para mostrar la pobreza de los personajes principales y la pomposidad de todo lo que rodea a la diva Shug Avery; y la reproducción de las diferentes localizaciones donde se narra la historia, que se convierten en escenarios casi teatrales donde representar los números musicales. La narración es un drama tremendo, sin embargo los números musicales transmiten alegría y ganas de vivir, en un contraste extraño pero quizá intencionado que te hace sentir mal y bien alternativamente, y la historia misma deja hueco para momentos alegres, y lo mismo te lleva a llorar de tristeza que de alegría, si bien los recursos utilizados para ello son un tanto previsibles. Quizás en todo este collage de emociones y vistosidad, la parte menos agraciada sea la cohesión argumental, con arquetipos de buenos y malos muy forzados, una construcción de personajes plana a pesar de los acontecimientos, y con unos vaivenes narrativos que parecen trazos gruesos más apropiados de una cinta infantil que de un drama de época. Los actores, eso sí, trascienden la ligereza de sus personajes deleitándonos con unos trabajos en general muy destacables.
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